El 16 y 17 de diciembre de 1993 Santiago del Estero acaparó la agenda de noticias de todo el mundo por una revuelta inédita por su gran e inédita carga simbólica. Nunca se había visto en el mundo que se quemaran los tres símbolos del Poder Republicano, la Casa de Gobierno, la Legislatura y parcialmente los Tribunales, ni las casas de la casta política -y en mucha menor medida económica- que se había beneficiado durante décadas.

 

El gobierno quedó acéfalo durante un día de furia y quedará para los sociólogos e historiadores interpretar esa convulsión que sacudió el núcleo de poder, pero que más bien apuntó a restablecer condiciones previas sin buscar un cambio de fondo. Dos años más tarde volvió a convertirse en gobernador Carlos Arturo Juárez, uno de los protagonistas apuntados por la furia popular. La iniciativa de traducir ese malestar en una opción política, con la creación del partido Memoria y Participación, se diluyó con el paso de pocos años.

 

Más bien pareció un remezón contra las condiciones insostenibles que planteaba el ministro de Economía, Domingo Felipe Cavallo, cuyos hombres habían comenzado a ejecutar el ajuste en Santiago, con la aprobada ley Ómnibus. El economista había planteado por aquellos años que había “provincias inviables” en el Norte que podrían concentrar una sola administración para achicar las estructuras estatales, con una fuerte dependencia de la coparticipación que hoy subsiste.

 

Ese proceso de ajuste estaba en marcha y la revuelta de Santiago no fue el único pero sí el más grave episodio en el gobierno de Carlos Saúl Menem, ya que ocurrieron precedentes en La Rioja, Jujuy y Chaco. El presidente ese mismo día era recibido en audiencia por el papa Juan Pablo II, en el Vaticano, y debió afrontar a la prensa internacional. Culpó a “los empleados públicos improductivos que quieren vivir del Estado sin producir”.

 

Pero también se debe señalar que el Santiagueñazo fue un proceso cúlmine de numerosas protestas gremiales –docentes, médicos, bancarios, ATE, Recursos Hídricos, estudiantes y de jubilados- que habían comenzado mucho antes. Y de un hartazgo por la marcada desigualdad que reinaba, frente a un ajuste de la administración estatal que dejaría 10 mil cesantes, más la reducción salarial del 50% para los que quedaran. La pobreza rondaba el 50% de la población, con una alta tasa de mortalidad materno-infantil y con organismos estatales colapsados.

 

En contraste, los funcionarios y magistrados se habían aumentado sus sueldos a discreción y por aquel entonces se pagaron 4 millones de dólares a empresas contratistas –sobre todo constructoras- allegadas al poder. Mientras tanto, el ministro de Economía Aizar Asseph dispuso pagar los sueldos de los empleados públicos en noviembre al 50% y no abonar octubre y septiembre.

 

La gestión de Cavallo había asfixiado al gobierno local provocando la renuncia del gobernador Aldo Mujica, tras el famoso “cogobierno” con Juárez, por lo que debió asumir el vice Fernando Lobo. Ese gobierno había sucedido al de César Iturre, que rompió con Juárez, con fuertes denuncias de fraude y las maniobras electorales a través de la Ley de Lemas que frustraron al dirigente radical José Zavalía en 1991. Este dirigente iniciaría numerosas marchas que desgastaron a Mujica, en un acercamiento con Juárez.

Pero posteriormente fue neutralizado por Menem al recibirlo en una publicitada audiencia para frenar la intervención federal a cambio del envío de fondos y el apoyo a la sucesión de Lobo. Advertía que con los 15 diputados que había logrado en las elecciones de octubre pondría en jaque al gobierno y que finalmente accedería a la gobernación al año siguiente, para lo cual también tuvo un acercamiento con Iturre para un “gran acuerdo provincial”. En ese contexto sus diputados radicales dieron quórum para aprobar la ley Ómnibus días antes, con una protesta en la calle que fue disuelta con represión policial.

 

Por esa época también capeaban los escándalos de corrupción de causas resonantes como “Vialidad”, “Matelsan”, el hurto de productos forestales, los préstamos incobrables del Banco Provincia, Bienestar Social, entre otras, que en su mayoría nunca llegaron a juicio.

 

No se debe dejar de mencionar el antecedente de Frías, con protestas continuas de diversos sectores sociales contra la intendencia de Humberto Salim. Fueron múltiples las causas que desembocaron en esas jornadas de fuego. Pero se puede rastrear con mayor profundidad ese proceso histórico en el libro “El Santiagueñazo, crónica de una pueblada santiagueña”, de Raúl Dargoltz

 

Así se arribó al 16 de diciembre. Una jornada tórrida que comenzó con la usual protesta en la que convergieron en plaza San Martín numerosos sectores y que, como en otras oportunidades, fue dispersada por la policía con gases y algunos heridos con balas de goma. Pero sucedió algo impensado: la policía se quedó sin pertrechos para reprimir. En ese momento la multitud comenzó a rodear la Casa de Gobierno y uno de los policías se disparó en el pie, presa del nerviosismo. La fuerza decidió abandonar la defensa de la sede del Ejecutivo y fueron aplaudidos por los manifestantes.

 

Mientras tanto, Lobo logró escapar junto a sus ministros Luis Uriondo y Asseph en una autobomba de bomberos por la puerta de avenida Alvear, con tanto apuro que a algunos allegados les reveló años después que olvidó una gran cantidad de dinero bajo llave en su escritorio. Horas después saldría de la provincia rumbo a Córdoba, oculto en un automóvil.

 

Los manifestantes tomaron por asalto la Casa de Gobierno, ya sin policías que resistieran, y comenzaron a destrozarla y provocar focos de incendio. Además se prendieron fuego varias camionetas oficiales estacionadas en los alrededores.

Uno de los momentos más candentes fue protagonizado por un santiagueño anónimo que se subió al balcón y se sentó sobre el sillón del gobernador, mientras la multitud aplaudía. Pero los incendios hicieron que pronto debieran evacuar el edificio, aunque algunos empleados quedaron atrapados por el fuego en la planta alta. El médico Carlos Scrimini y otros manifestantes protagonizaron un heroico de rescate de varios de ellos.

 

“Allí planteamos la idea de hacer una toma simbólica de la Casa de Gobierno e ir a los tribunales y después a la Legislatura, pero gente, la mayoría, no quería tomar la Casa de gobierno, no querían declararse soberanos, no querían destituir nada. Querían hacer mierda todo. Tanta era la bronca. Pero se aceptó la idea de ir a tribunales y hacia allí nos dirigimos un grupo bien grande, mientras la gente seguía quemando y saqueando la sede del gobierno provincial”, relató sin ambages T.H. a Raúl Dargoltz.

 

También desmintió que hubiera “agitadores profesionales”, como denunciaron Lobo y sus ministros y el propio ministro del Interior Carlos Ruckauf. Inclusive uno de los diarios llegó a señalar que un camión había depositado previamente escombros en cercanías de Casa de Gobierno para facilitar su ataque encabezado por agitadores llegados de otras provincias, aunque esa versión conspirativa nunca se pudo probar.

 

En las paredes de la Casa de Gobierno se pintaron con aerosol los nombres de la dirigencia política apuntada como responsable y ni siquiera el entonces obispo Manuel Guirao se salvó, pero poco después las paredes fueron blanqueadas.

 

Con la sede del Ejecutivo ya en llamas, esa multitud enardecida se dirigió hacia los tribunales donde se produjeron algunos incendios aislados y selectivos, como el archivo histórico y ciertos juzgados, de donde desaparecerían varios expedientes de gran repercusión.

 

También se encaminaron hacia la Legislatura, en ese entonces en la planta alta del Teatro 25 de Mayo, desde donde arrojaron las bancas y las incendiaron en plena calle Avellaneda.

Posteriormente se dirigieron hacia una veintena de casas de dirigentes políticos y gremiales que habían sido protagonistas de esos años de decadencia para incendiarlas y saquearlas. Entre ellas las de Carlos Juárez, Aldo Mujica y César Iturre, el expresidente de Vialidad Hugo Crámaro, el exvocero Miguel Brevetta Rodríguez, el diputado y operador político Gustavo “Chinga” Gauna, o del empresario y ministro de Obras Públicas Antonio López Casanegra, entre varios otros.  La policía continuaba acuartelada y recién comenzó a realizar un patrullaje durante la siesta, pero sin volver a reprimir.

 

La casa de Zavalía en el barrio Juramento fue rodeada por manifestantes, pero junto a algunos partidarios la defendió con disparos que quedaron registrados por el camarógrafo de Canal 7, Juan Carlos Díaz Gallardo, que se encontraba encaramado a una camioneta que recibió varios impactos.

 

Mientras tanto, el gobierno nacional ordenó la movilización de Gendarmería Nacional desde su base más cercana en Córdoba y dispuso la intervención federal de la provincia. Esa tarde noche arribaron finalmente los camiones con tropas de gendarmería que rápidamente se desplegaron para sofocar los saqueos.

 

Al día siguiente, el sábado 17 de diciembre, asumió Juan Schiaretti en plaza San Martín, frente a una humeante Casa de Gobierno.  (La sede del Ejecutivo se trasladó y funcionó durante varios años en el edificio del Banco Provincia, hasta la restauración de su sede histórica ya con la vuelta del Juárez al poder).

 

Pero los incidentes no cesaron y ese día se centralizaron en La Banda. Allí fueron atacadas las casas del presidente de la Cámara de Diputados, Manuel Bellido, junto a los depósitos de la familia Camacho o un supermercado en calle Alberdi.

 

También se intentó tomar por asalto las residencias del exintendente Héctor Olivera o del diputado Fernando Rey Bravo, pero los saqueadores fueron rechazados por guardias armados y por la intervención de gendarmes.

 

No hubo muertos, pese a que un médico del hospital Independencia afirmó haber visto varios en la morgue, que luego reprodujo el ministro del Interior Carlos Ruckauf, lo cual fue desmentido por el juez de turno, Luis Lugones. Sí hubo heridos –aunque no de gravedad- y numerosos detenidos, que fueron liberados rápidamente y las causas penales nunca prosperaron. En cambio sí impulsaron varios de los damnificados una demanda contra el Estado en el juzgado federal para que los resarciera por los daños, entre ellos el propio Juárez.

 

Lentamente comenzó a restablecerse la calma, con el anuncio de Schiaretti del pago de sueldos adeudados a jubilados y empleados públicos, que rápidamente desactivó la tensión. Sin embargo, durante el resto de su gestión el contador que era secretario de Industria de la Nación y provenía de la Fundación Mediterránea comenzaría un ajuste gradual del Estado al poner en marcha la privatización de organismos del Estado, el traspaso de la Caja de Jubilaciones a la Nación e incluso reducciones en los haberes.

Su proyecto de continuidad con la candidatura de Enrique Bertolino se vería frustrada con una rotunda victoria de Carlos Juárez, en abril de 1995. El caudillo iniciaría otro ciclo de poder que se interrumpiría por otro hecho de repercusión internacional como el Doble Crimen de La Dársena, en 2003, con la intervención federal de Pablo Lanusse que tampoco podría imponer su candidato propio, José Figueroa.

 

El juarismo impidió la asunción de Carlos Scrimini, en 1995, al utilizar como excusa el haber reivindicado el “Santiagueñazo” en una entrevista, pero el médico alergista consideró que quienes impulsaron ese episodio tendrían su revancha con su participación decisiva en las marchas por los asesinatos de Leyla Bshier Nazar y Patricia Villalba, que resultaron en el fin de la hegemonía de Carlos Juárez.

 

Fuentes: «El Santiagueñazo, crónica de una pueblada santiagueña», de Raúl Dargoltz; la obra homónima editada por el diario El Liberal; entrevista a Carlos Scrimini en Radio Nacional, más testimonios y vivencias propias.